El viernes
6 de julio asistí, en el Auditorio Alfredo Kraus, al penúltimo concierto de abono de la temporada de la Orquesta Filarmónica de Gran Canaria. El plato fuerte del programa era la Novena sinfonía de Bruckner, precedida de otra inacabada famosa, la Octava de Schubert. De esta última no tengo
nada que decir, habida cuenta de que sus dos únicos movimientos son archiconocidos. Ni
de la ejecución de ambas puedo pronunciarme con autoridad, pues me faltan los conocimientos necesarios. Sí tengo una opinión como público y la
daré, rapidito y sottovoce. Pero, antes, quiero aprovechar la ocasión para
escribir sobre mi afición por la música clásica y Bruckner, que a decir verdad no se remonta mucho en el tiempo.
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Entrega n.º 28 de la Enciclopedia Salvat
de los Grandes Compositores, año 1981
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Si los clásicos nunca me atrajeron, no sería por falta de oportunidades. Antes de la programación a la carta que brinda Internet,
era prácticamente imposible no coincidir en televisión y radio con las melodías más populares de los grandes compositores (otra cosa es
que fueras capaz de identificarlas). Todavía hoy son incontables los anuncios en que
se publicita un coche, un perfume, una hamburguesa, una salsa de espaguetis, lo que
sea, mientras suena de fondo una fanfarria, un aria de ópera, un piano o un violín. Obvio, esto no es escuchar música clásica. Para eso hace falta
interés, atención y, desde luego, mucho más que un spot o una ráfaga
musical. Confieso que rara vez me aventuré tan lejos. Recuerdo haber intentado
escuchar una grabación de La flauta
mágica que mi hermano trajo a casa, sin resultado.
También, que «heredé» de él una selección de La Pasión según San Mateo, de la que me conmovió (sigue haciéndolo) el
aria Erbarme dich, mein Gott (el lloro amargo
de Pedro tras renegar del Maestro), la bellísima introducción de violín y la voz de contralto. Aparte de esto, ¿cómo ignorar el «ta-ta-ta-taa» del comienzo de la Quinta de
Beethoven, la deliciosa Pequeña serenata
nocturna de Mozart, las líricas Cuatro
estaciones de Vivaldi...? Y pare usted de contar. No era lo mío. Si por casualidad me topaba con un concierto en la televisión,
o el dial de la radio se detenía sin querer en Radio Clásica (o su equivalente
de entonces), movía el canal inmediatamente. No le concedía la mínima
oportunidad. Me aburría.
¿Cuándo, cómo y por
qué cambié de opinión? Supongo que la afición al rock progresivo ayudó de alguna manera. Las composiciones más ambiciosas y complejas de Genesis, Pink Floyd y Yes, pletóricas de matices y texturas; los
arreglos orquestales de The Alan Parsons Project; las suites del primer Mike
Oldfield; los resabios jazz de Camel; el pop-rock recargado de sintetizadores
de la ELO; en fin, el gusto por los álbumes conceptuales, el flirteo (fugaz) con el
minimalismo de Philip Glass y Steve Reich, las bandas sonaras de Michael Nyman,
todo este batiburrillo de sonidos debió de ir preparando mis oídos. Hay personas que hacen gala de combinaciones aparentemente más extrañas;
por ejemplo, heavy metal y clásica. No es mi caso, aunque admito cierto interés
por los sonidos pesados de bandas accesibles del Heavy Prog (Porcupine Tree) y del Progressive Metal (Riverside). Sea como fuere, al entrar en la
segunda década del siglo XXI mis gustos musicales eran firmes y sin visos de modificarse.
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Obras para violín y orquesta de Mozart, por Henryk Szeryng |
Fue entonces, en
torno al 2010, que coincidí en el trabajo con una persona que había participado del mundillo musical culto de Gran Canaria. Charlar con
ella del tema, aun en tono informal, me hizo contemplar el
asunto bajo una nueva luz. Todo sea dicho, también influyó la posibilidad de
encontrar en la Web la práctica totalidad de las grabaciones del género. De
entrada, como ya sucediera con el rock progresivo y el cine en cuanto dispuse de Internet en casa, me apliqué a la tarea recopiladora sin un criterio de búsqueda
establecido. Quiero decir que no distinguía entre directores, orquestas ni
solistas, entre sellos discográficos y, mucho menos, entre grabaciones antiguas
y modernas. A esta fiebre recolectora siguió
una etapa selectiva, en la que ya prestaba atención a la crítica
profesional y a blogueros que me parecieron de fiar. Reduje los gigas
compulsivamente acumulados y me centré en un pequeño grupo de compositores y
artistas. He
repetido la criba en varias ocasiones. Pero lo que se pierde por un lado, se gana por el otro, o sea, en compras en soporte físico tradicional (mayoritariamente de segunda mano).
He aquí un recuento rápido: 420 cedés, 270 vinilos, 28 casetes,
183 carpetas de ordenador. Oculta que bastantes volúmenes contienen dos o más unidades (cajas de hasta 12 cedés y vinilos; carpetas de ordenador ramificadas en hasta 50 subcarpetas, cada una con una cantidad variable de
archivos de audio). En fin, hay bastante duplicado: una misma grabación en CD y LP, en LP y casete, en casete y CD, en archivo de audio, CD y LP...
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Colecciones que facilitan introducirse en la música clásica |
¿Y el contenido? Al
principio, fue sobre todo Barroco, ¡Ah, tan armoniosos sus conciertos y
suites! Bach y Vivaldi, claro, pero también una pizca de Corelli, Marcelo, Albinoni, Telemann,
Händel. Y el pulcro clasicismo de Haydn y –obvio- Mozart. Naturalmente,
Beethoven (los conciertos para piano y las sinfonías Quinta, Sexta y Novena); el
piano de Chopin, Liszt, Schumann
y Grieg; el concierto para violín y las sinfonías de Brahms; la Patética, las suites de los ballets y los conciertos para piano (el
primero) y violín de Tchaikovsky. Mahler fue un descubrimiento temprano en el
que sigo indagando, Segunda y Novena sinfonías a la cabeza. De Richard
Strauss, la serena belleza de Las
cuatro últimas canciones. El Réquiem
de Fauré y lo más accesible de Debussy y Ravel resumen mi interés por Francia.
Del pleno siglo XX, contadísimos autores y obras del Este: el Shostakovich de Kurt Sanderling, la
espiritualidad de Arvo Pärt, la estremecedora Sinfonía de las lamentaciones de Górecki. Nada de dodecafonismo,
nada de compositores actuales. En resumen: más concierto y sinfonía, menos
música de cámara y apenas
ópera. Ya advertí que no soy un entendido, sino un aficionado (encima, de gustos
limitados). Tampoco tengo directores fetiches; con mayor razón, después
de leer el libro de Norman Lebrecht El mito del maestro. Admito que el polémico Karajan tiene que estar entre los grandes, bien
por su valor artístico, bien por el impulso que dio a la música clásica
como espectáculo y negocio. Y parece haber unanimidad en considerar a Barenboim
el mejor de los que hay en activo. Por mi parte, siento cierta debilidad por dos ilustres fallecidos, Otto Klemperer y Carlo María Giulini, aunque solo sea porque ejemplifican dos estilos de dirección contrapuestos.
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Anton Bruckner (1824-1896) |
Y así llegamos al motivo de esta entrada; es decir, a Bruckner. Mi interés por él es de lo menos previsible de mi previsible lista. Anton Bruckner carece del gancho popular de otros compositores, y su vida no tiene el halo de leyenda, de sublime dramatismo (cuando no tragedia) que
envuelve a un buen puñado de sus colegas. Austriaco, devoto católico, organista y profesor de música, con una inseguridad enfermiza (o un alto nivel de autocrítica, es cuestión de opiniones) que le movía a revisar constantemente las partituras. Esto, sumado a las revisiones debidas a manos
ajenas, hace que hoy contemos con múltiples ediciones y versiones de una misma
sinfonía. Porque fueron las sinfonías las que le dieron la fama póstuma. (La producción de música
sacra consta de varias misas, un Te Deum, un salmo y una treintena de motetes. Hay
también media docena de piezas menores para orquesta y cámara, que han pasado
con más pena que gloria.) Compuso once de ellas entre 1863 y el día de su muerte. La numerada «00» no es más que un ejercicio; las números «0» y «1» dejan entrever las características esenciales del estilo bruckneriano; la número «2» se ha revalorizado con el transcurso del tiempo; a la número «3» se la conoce también como «Wagneriana» por habérsela dedicado a Richard Wagner. Las seis últimas (4 a 9) se consideran obras de «madurez».
El régimen nazi vio en la música de Bruckner (como en las óperas de su admirado Wagner) la expresión del Zeitgeist del pueblo alemán; de hecho, se hizo popular en las salas de conciertos y emisiones radiofónicas del Tercer Reich. Afortunadamente, no fue obstáculo para su difusión universal, una vez conclusa la Segunda Guerra Mundial, gracias al avance en las técnicas de grabación y a la comercialización de los discos de larga duración (long play). Desde los años 50 del siglo XX son numerosísimos los registros sueltos e integrales (con o sin las obras «inmaduras») y Bruckner es parte ya del repertorio de cualquier orquesta con aspiraciones. Me ajustaré a lo que conozco mejor.
Las grabaciones de Wilhelm Furtwängler con las filarmónicas de Berlín y Viena durante la guerra y la inmediata posguerra (falleció en 1954) se han recuperado y publicado en las últimas décadas. Tienen el inconveniente de la calidad sonora (por la antigüedad y por las condiciones en que muchas se registraron), pero merecen la pena como testimonio de un director vitalmente ligado a Bruckner. También sería referencia del bávaro -y católico- Eugen Jochum, quien grabó dos ciclos completos: el pionero (1958-1968) para Deustche Grammophon (DG) con la Orquesta Sinfónica de la Radio Bávara y la Filarmónica de Berlín (BPhil), de un estilo sobrio probablemente superado; y el de EMI (1975-1980) con la Staatskapelle Dresden (la orquesta estatal de Dresde), que muestra la solidez marca de la casa y una evidente mejora en la toma sonora.
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La caja de Celibidache, sin desempacar |
Hará dos o tres años, adquirí, de segunda mano, la caja de DG con los registros de Herbert von Karajan y la BPhil de 1975 a 1981. Ya tenía las filmaciones del salzburgués y la Filarmónica de Viena, en la iglesia de St Florian y la Wiener Musikverein (1979), de la Octava, la Novena y el Te Deum (reunidos en un solo DVD por Unitel); para muchos, supera a la edición en estudio. A Karajan, ya se sabe, tan pronto se le alaba, como se le critica: brillo, intensidad, plenitud, contraste, luminosidad, preciosismo, mayor atención a la forma que al contenido, artificio, superficialidad... Para controversias, Sergiu Celibidache, el rumano apátrida influido por el budismo zen. Sus grabaciones se publicaron póstumamente. DG sacó en 2004 las de las orquestas sinfónicas de las radios sueca y de Stuttgart (1969-1981). No están mal, pero empequeñecen ante sus equivalentes de la Filarmónica de Múnich en los años 80 y primera mitad de los 90 (EMI, 1998). Decididamente, es mi ciclo favorito, aunque también el más atípico, difícil y discutible. Grabaciones en directo personalísimas, de tempi sorprendentemente largos y desarrollos detallistas y expresivos. (Espléndida igualmente su Octava del 23 de octubre de 1990 en Tokio).
Después de la «rareza» celibidachiana, Gunter Wand me supuso un bienvenido regreso a lecturas más clásicas. Grabó las sinfonías al menos con tres orquestas (Radiodifusión del Norte Alemán, Sinfónica de la Radio de Colonia, BPhi). Tras escuchar aquí y allá, finalmente me quedé con dos registros en vivo dirigiendo la NDR de Hamburgo en Tokio: la Octava en 1990 y la Novena (compartiendo cartel con la misma Unvollendete de Schubert de mi programa) en noviembre de 2000 ¡a los 88 años de edad!
Wand no cierra, ni mucho menos, la nómina de directores interesados en Bruckner. He escuchado algo (insuficiente para pronunciarme) a Bruno Walter, George Szell, Otto Klemperer, Giuseppe Sinopoli, Bernard Haitink, George Solti, Claudio Abbado, Nikolaus Harnoncourt, Andris Nelssons... El argentino-español-israelí-palestino Daniel Barenboim ha registrado tres ciclos con la Sinfónica de Chicago (DG, 1973-1981), la BPhil (Teldec, 1991-1998) y la Staatskapelle Berlin (DG, 2010-2012). (Si no entendí mal, este último es la reedición en CD del mismo que promociona el sello Peral, descargable en iTunes, y que incluye, una vez «filtrado» el ruido de sala, las seis sinfonías que Accentus vende en DVD/Blu-ray.) La crítica lo considera el bruckneriano más en forma de los últimos tiempos; sin duda, ha contribuido a proyectar la obra del austriaco más allá del área centro y noreuropea.
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La Novena de Giulini y la Wiener Philharmoniker |
Una aclaración para ir terminando. No me entusiasma todo Bruckner. Si tengo que escoger, me quedo con las Novena y Octava (en dura competencia), Séptima y Cuarta, en este orden descendente. Descubrí al compositor justamente a través de la Novena, de la mano de Giulini y la Filarmónica de Viena, una interpretación de 1988 considerada de referencia. Me abrumó su belleza, la intensidad en crescendo que revierte en calma súbita, la expresividad lírica de las cuerdas, el martilleo inmisericorde de los timbales, el final difuminándose en casi un susurro. Una obra profundamente espiritual, en la que el alma se prepara para el encuentro con el Supremo; en definitva, el «adiós a la vida» del compositor. (De hecho, murió sin escribir el cuarto y último movimiento, solo bocetos que han servido de inspiración a varias reconstrucciones que, francamente, me interesan poco.) O eso creía yo. Hasta que leí las notas al programa redactadas por Ángel Carrascosa. Ni resignación católica, ni serenidad; si lo apuras, siquiera obra inacabada. A cambio, sombras, duda, desesperación, pesimismo... «la expresión más pavorosa en la historia de la música de la angustia y la incertidumbre ante la muerte». Un enfoque que suma -no resta- interés a la sinfonía.
Bruckner no es nuevo por estos lares. Navegando por Internet, encuentro: una Primera a cargo de la Orquesta Sinfónica de la SWR (radiodifusión pública) de Baden-Baden y Friburgo en el Festival de Música de Canarias de 2009; una Octava por Zubin Metha y la Orquesta de la Comunitat Valenciana en la edición 2012; y, dentro de las temporadas de abono de la Orquesta Filarmónica de Gran Canaria, una Quinta, las Cero y Cuarta, y una Séptima en 2011, 2014 y 2016, respectivamente. Günther Herbig ha sido el principal director invitado de la Filarmónica desde la temporada 2006-2007. Condujo la Cuarta y la Quinta, y ahora repetía con la Novena. ¿Fue una buena actuación? En palabras de Guillermo García-Alcalde (a quien no le gustó nada la Octava de Schubert), Herbig y los suyos hicieron aflorar «todas las complejidades y bellezas de la obra» en «una de esas lecturas que merecen quedar en la antología de nuestra memoria» (La Provincia, 9 de julio de 2018). Yo no sé si fue para tanto, pero desde luego disfruté. Mi bagaje en calidad de asistente a conciertos es pobre (paupérrimo, de no mediar las Cuarta y Séptima que acabo de citar) y solo entiendo de emociones: las obras me conmueven o me dejan indiferente. No obstante, coincido en la apreciación de García-Alcalde de que los metales y arcos estuvieron a la altura. Pero (lo confieso) muy malos tendrían que ser orquesta y director para que renegase de mi sinfonía favorita.
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