domingo, 28 de octubre de 2018

Dos lecturas y un berrinche

Volvió a pasar. Un año más, los propósitos de lectura y cine para el verano quedaron en agua de borrajas. El puñado de películas que seleccioné para las vacaciones, regresó casi intacto al lugar de donde había salido (la Mediateca de la ULPGC); y un montón, todavía mayor, de archivos de video continuará aguardando una oportunidad en el disco duro de mi ordenador de mesa. En cuanto a la pila de libros, me resisto a aceptar la derrota; ahí sigue, en la estantería, a ver si me animo y le hinco el diente en algún momento. Eso sí, alcancé a leer dos volúmenes de Historia y a agarrar un berrinche. Este último, es verdad, fue algo posterior, pero, como comprobarás si pulsas en Leer más», está ligado con la segunda de dichas lecturas.

En 2015 se publicó en España un libro titulado La cólera de Ludd. Parece el rótulo de la primera parte de la enésima trilogía de aventuras épicas o ciencia ficción, pero no. Es un ensayo histórico. Más o menos. Quiero decir que no es un libro de Historia a la usanza. No es académico y, si acaso, tiene afán divulgativo, informativo y militante. Se trata de un estudio sobre el movimiento ludita. Ese que movilizó a los artesanos textiles del Centro y Norte de Inglaterra entre 1811 y 1816 en contra de las máquinas que amenazaban con precarizar y eliminar su trabajo. No es un tema que me haya atraído particularmente. Durante la carrera, lo asumí como el paradigma de mecanoclastia u odio a las máquinas, un rechazo inútil del avance tecnológico y económico; a lo sumo, un lejano antecedente -instintivo, desorganizado, prematuro- del movimiento obrero. Salvo excepciones (los marxistas Thompson y Hobsbawn), esta ha sido la opinión mayoritaria de los historiadores: un anacronismo, un borrón, un tropezón lamentable en la inexorable marcha hacia el irresistible triunfo de la Revolución Industrial.

Hasta que leí a Julius van Daal en la traducción española de su La Colère de Ludd: la lutte des classes en Angleterre à l'aube de la révolution industrielle, editada por Pepitas de Calabaza (y en Francia por L'Insomniaque en 2012). No fue amor a primera vista. Llegó a mis manos por casualidad y le eché un vistazo rápido. Lo suficiente para advertir que el autor no era, precisamente, un historiador apegado a las convenciones del gremio. Entendí su posicionamiento en el bando ludita como una imperdonable ausencia de rigor y objetividad. Y lo dejé estar. Ahora, con más elementos de juicio tras leerlo completo, me ratifico: no es un libro neutral, ni pretende serlo. El autor es un «traductor, ensayista e historiador del anarquismo» (Wikipedia dixit), que no esconde sus simpatías por los oprimidos y su rechazo al capitalismo. Habla sin tapujos de lucha de clases, de rebelión frente a la tiranía económica y política, de la pertinencia del ideario ludita en nuestra sociedad globalizadora y consumista. No es que proponga un regreso al pasado, ni que lo idealice. Pero se niega a clasificar el ludismo como un simple «arrebato de tecnofobia». Al contrario, los disturbios de aquel comienzo del siglo XIX fueron la expresión de un choque entre dos concepciones de la vida y el trabajo: la libertad del artesano cualificado, orgulloso de serlo y dueño de su tiempo y de sus decisiones, y la esclavitud del trabajador asalariado, domesticado en la fábrica y sometido al chantaje del despido, la miseria y el hambre. Es decir, la destrucción de telares industriales y las máquinas de hilar no era tanto producto de la frustración, como, sobre todo, una advertencia a quienes pretendían abaratar y precarizar el entorno laboral. En un sentido más amplio, el ludismo se englobaría en una etapa de combates populares que abarca de los sans culottes de la Revolución Francesa a la revuelta rural del Capitán Swing en 1830.

La cólera de Ludd supone una ráfaga de aire fresco, a contracorriente del relato dominante, conservador y neoliberal, de la Historia. También reaviva el debate sobre la naturaleza del capitalismo. No hablo de enarbolar banderas rojas, cantar La Internacional, o llamar a las barricadas. Pero, pretender que se trata de un sistema económico perfecto, únicamente lo sostiene el ignorante y el cínico. Ya no me refiero solo a la alienación y la cosificación de las personas, que ahora, como antaño, las despoja de su dignidad y las convierte en un objeto más de intercambio mercantil. La (pe)última crisis financiera mostró las cloacas de un sistema basado en un disparatado crecimiento económico, sostenido por la globalización y la sociedad del consumo, inmune al padecimiento humano. Basta con observar la precarización del trabajo, cada vez más extendida incluso en este país llamado España: entre los que la asumen alegremente como un cambio de paradigma económico y una oportunidad de mejora (curiosamente, ninguno de ellos es un «falso autónomo»), y los que se resignan (hay cola esperando a ocupar tu puesto), parece que no haya marcha atrás (realista). Sin contar con que los efectos más perniciosos del sistema ya no son visibles en Occidente; hace tiempo que se han desplazado al basurero africano o a la mano de obra barata del Asia (todavía) emergente. El desempleo tecnológico ha de contemplarse en este contexto, no en el de los avances tecnológicos per se. Precisamente, los apóstoles de la sustitución del trabajador humano por la maquinaria automatizada acusan a sus críticos de esgrimar una «falacia ludita». El ejemplo de Corea del Sur o Japón, con elevado nivel tecnológico y baja tasa de paro, les daría la razón. Pero si el objetivo es una sociedad psicológica y tecnológicamente compulsiva, mejor nos demos prisa en encontrar fuentes de energía, materias primas y carne con las que seguir alimentando a la bestia insaciable, o acabará por (terminar de) devorarnos.

La segunda lectura me resultó menos sugerente, y más un refuerzo de mi opinión sobre el espinoso asunto de la Memoria Histórica y el franquismo. Paloma Aguilar y Leigh A. Payne escribieron El resurgir del pasado en España: fosas de víctimas y confesiones de verdugos el año pasado (lo editó Taurus en enero del presente) y tengo la impresión  -quizá me equivoque- de que ha pasado con más pena que gloria. No me sorprende. Las autoras critican el pacto de silencio y olvido que se urdió durante la Transición y la amnistía que dejó impunes a los ejecutores de los delitos de la Dictadura. Ambas cosas pudieran en su momento justificarse por las circunstancias y en aras de la «reconciliación nacional»; pero son, precisamente, las que impiden pasar página como propugna la Derecha. Esa Derecha que se autoproclama la gran defensora de la Democracia y no ve contradicción alguna en la existencia de mausoleos y fundaciones culturales que encarnan activamente valores opuestos a los de un Estado democrático. Esa Derecha que equipara los delitos de los dos bandos enfrentados durante una Guerra Civil a los de una Dictadura que no bajó el pistón de la represión hasta que hubo «pacificado» el país. Sí, esa Derecha que califica de golpismo (de perturbación de la normalidad política, en el mejor de los casos) a todo lo que no sea un gobierno suyo. La misma, en fin, que lanza el órdago mediático de la tesis del Presidente Rojo el día que se vota la exhumación de los restos de Franco del Valle de los Caídos, miserable maniobra que deja bien a las claras (a quien quiera verlo) por dónde van los tiros.

A pesar de lo que pueda objetar algún reseñador calificado, yo no detecto que las autoras del libro se hayan dejado llevar por la pasión en ningún momento. Lo que hacen es dejar al descubierto el hecho de que España no supo, no quiso, saber nada de una «coexistencia contenciosa» al estilo de la promovida en otras sociedades que han vivido traumas sociales y políticos violentos (en sus diversas formas, desde el Apartheid sudafricano al pinochetismo). «Siempre hay justificaciones para la violencia», afirman, «pero la reconciliación no suele ser posible sin refutarlas. Y para poder refutar es preciso debatir». Este debate es, justamente, lo que se hurtó a la sociedad española y es lo que algunos pretenden seguir haciendo. Diría más: aquel que insista en sacar los trapos sucios fuera de lo libros de Historia, solo puede ser un enemigo de la Democracia, debido a su empeño en desestabilizar el sistema (el Estado, la Constitución, la Transición) y en meter ideas raras en las cabezas de los ciudadanos. ¿Para qué revolver el pasado? Lo hecho, hecho está. A los jóvenes el nombre de Franco no les dice nada en absoluto, luego no hay más que añadir. Y, hablando en plata, ¿acaso no se ha desmostrado que la República del Frente Popular era una dictadura de izquierdas? ¿Que el Alzamiento del 36 fue la respuesta, sin duda violenta, pero necesaria, para frenar la deriva totalitaria de un gobierno ilegítimo (por cierto, como la actual alianza entre socialistas, podemitas e independentistas)? ¿O que el Caudillo resultó ser todo un estadista, que nos rescató del Comunismo, nos evitó la tragedia de la Segunda Guerra Mundial y, por si fuera poco, puso los cimientos del bienestar y de las libertades que disfrutamos hoy en día?

Ad gloriam imperator
Ciertamente, el libro hace hincapié en los dos extremos que recoge el subtítulo: las confesiones de los verdugos (insuficientes en número y profundidad) y las exhumaciones de los enterrados en las cunetas (otro tema prácticamente tabú). Goza del aval de Paul Preston, un historiador que merece mi respeto, entre otros motivos porque, siendo un crítico feroz del Generalísimo y su obra, no le tembló el pulso a la hora de desnudar a Santiago Carrillo, icono de la lucha antifranquista. De «sorprendentemente original» lo califica Stanley G. Payne, el estadounidense que primero estudió el «fascismo español» y terminó justicando al Régimen. En cuanto a mí, te habrás percatado de que la lectura de El resurgir del pasado en España ha sido más visceral que intelectual. Y no es que me jacte de ello; de natural, prefiero el sosiego y la imparcialidad. Pero, a resultas de la postura de los llamados partidos conservadores en el tema del Valle de los Caídos, ha llegado el punto en que me es imposible mostrarme ecuánime en este asunto. Literalmente, agarré un enojo, un enfado, un cabreo, que no dudo en calificar de berrinche porque, al igual que las pataletas y rabietas infantiles, es la manifestación ostensible de un malestar o un capricho. El de haberme emperrado en la idea de que se puede ser neutral en un país reaccionario y no reventar de indignación.

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