domingo, 18 de noviembre de 2018

Hace un siglo (y siete días) terminó la Primera Matanza Mundial

Me animo a escribir unos párrafos sobre la Primera Guerra Mundial, la semana después de que se haya conmemorado los cien años de la firma del armisticio que le puso fin. No es que el tema carezca de atractivo para mí, pero nunca ha ejercido la misma fascinación que la Segunda Guerra Mundial. De pequeño y adolescente, el cine bélico que pasaban por la televisión se centraba casi exclusivamente en este otro conflicto, cuyas consecuencias políticas estaban vigentes (Guerra Fría), y que ofrecía elementos de análisis tan interesantes como el Nazismo y la evolución tecnológica que condujo del Panzer a la bomba atómica. Creo no equivocarme si afirmo que la producción bibliográfica, histórica o novelada, tampoco es comparable, aunque en los últimos años la diferencia se viene compensado. En resumen, mi conocimiento de aquel periodo es menos sólido. No obstante, he decidido compartir una cuantas impresiones personales.

Si a la Primera Guerra Mundial se la conoció en su momento como la Gran Guerra, no fue tanto por su duración, como por el número de países y la variedad de escenarios que implicó. Entre el diccionario enciclopédico de mi niñez (no recuerdo la editorial, pero sí que satisfizo mi temprana curiosidad por este y muchos otros asuntos), el manual de Historia del Mundo Contemporáneo de COU y la asignatura de Historia Contemporánea Universal en la ULPGC, me hice una idea clara de los orígenes de aquella confrontación: un choque entre bloques por el fracaso de los sistemas bismarckianos (las delicadas redes de alianzas internacionales que urdió el Canciller de Hierro, a partir de 1871, para aislar a Francia e impedir el cerco de la joven nación alemana). La consecuencia de un enfrentamiento político que escondía rivalidades territoriales y económicas. Con el paso del tiempo fui matizando esta percepción, bastante mecanicista, otorgando más importancia al peso de los factores sociológicos (las tensiones internas de las sociedades burguesas) o a la visión de 1914 como el fin de una época (el largo siglo XIX) y el comienzo de una era conflictiva global (el corto siglo XX de Hobsbwan y otros). Y, naturalmente, preguntándome la razón de que los gobiernos y las poblaciones de la Europa de la Belle Époque tirasen por la borda décadas de desarrollo ininterrumpido en todos los órdenes y se inmolasen en semejante carnicería.
 
Sigo sin tener la respuesta definitiva. Quizá tenga razón Christopher Clark cuando califica de «sonámbulos» a los dirigentes europeos que se dejaron conducir (o condujeron las cosas) hasta un estado de no vuelta atrás. El suyo es un enfoque microhistórico en cierta manera, al menos cuando desciende al nivel de los detalles y los comportamientos personales durante aquel fatídico verano del 14. Esto no significa que desdeñe los antecedentes diplomáticos y políticos (la polarización europea desde fines del siglo XIX, las crisis balcánicas en los primeros años del XX). Tampoco lo hizo antes Barbara W. Tuchman, autora en 1962 del clásico Los cañones de agosto. Treinta y un  días de 1914 que cambiaron la faz del mundo, más centrado en el bando franco-británico y de apasionante lectura. La ventaja de este punto de vista es que aporta un caudal de información sobre los momentos cruciales que condujeron al desencadenamiento de la guerra. A cambio, se pierde la perspectiva más amplia de los estudios que interpretan la Gran Guerra como la resolución de las rivalidades imperialistas y de la carrera armamentística (Paz armada). Ahora bien, ambas posturas, si no se miden bien, pueden conducir a engaño, puesto que diluyen, más que esclarecen, las responsabilidades en el desencadenamiento de las hostilidades. Quiero decir: ¿cómo declarar un único culpable si, al fin y al cabo, todos (naciones, gobiernos, militares, intelectuales, industriales, el ciudadano de a pie) eran partidarios del recurso a las armas? Para mí no hay duda de que recae sobre Alemania y sus ambiciones hegemónicas en Europa. Que fuera presa de una política de faroles, de su compromiso con Austria-Hungría, o de unos gobernantes ineptos, no le resta un ápice de culpa.

La Gran Guerra me interesa más como remate de una etapa histórica que como conflicto bélico. Es paradójico que esto lo diga alguien que siempre ha disfrutado leyendo historia militar (si está bien escrita). Y es que la naturaleza de los combates del 14 al 18 se antonja una curiosa mezcla de anticualla y modernidad en el empleo de armas, tácticas y estrategias. Empezó con cargas de infantería y caballería a la vieja usanza (más flotas acorazadas disputándose los mares), y terminó con los tanques, los aviones y los submarinos augurando transformaciones revolucionarias en la doctrina militar. Múltiples factores (el poderío industrial; la capacidad de atraer aliados; el encaje de enormes pérdidas humanas; la resistencia a los bloqueos económicos; el mantenimiento de la moral y la cohesión en la retaguardia, a pesar de los miles de muertos, los reveses estratégicos y las penurias) decidieron el resultado. En definitiva, fue la primera «guerra total», en la que los recursos vitales de los estados, el alemán a la cabeza, se pusieron al servicio de la causa suprema. Una verdadera economía de guerra que se tradujo, en el llamado «frente interior», en cartillas de racionamiento para la población y la movilización de la mano de obra femenina para poder sostener el esfuerzo bélico.

Ignoro cuántos libros consiguen transmitir fielmente la realidad de aquellos años. Hace tiempo leí la síntesis de Marc Ferro (1969), en edición española de Altaya dentro de su colección Grandes Obras de Historia. Debió de ser una de esas lecturas faltas de concentración que a veces hago, porque apenas recuerdo el contenido. Hoy, hojeando el libro, veo una división en cuatro partes: «¿Por qué tuvo lugar la guerra?», «La Gran Guerra: formas, métodos y fines», «La guerra en tela de juicio», «La metamorfosis». Se trata de otro clásico, pero escrito al calor de la crisis del 68 por un autor interesado en el medio cinematográfico. Quizá no sea una mera coincidencia, porque la Primera Mundial, en efecto, dejó un rastro visual abundantísimo. A este respecto, H. P. Willmott reunió en 2003 una completa colección de fotografías, dibujos y mapas en un libro de gran formato, recomendable para el lego en la materia, pero también para el que desee profundizar en ella (Inédita, 2004).

La última monografía que recuerdo haber leído es el ensayo de David Stevenson publicado por Debate en 2013 (el original inglés es de 2004). Obra voluminosa (casi 900 páginas), exhaustiva y erudita, y a la vez asequible, esa difícil combinación de la que suelen hacer gala los historiadores anglosajones. Stevenson lleva a cabo un análisis equilibrado de los aspectos políticos, militares, económicos y sociales de la contienda, y añade un apartado final sobre el debate de sus consecuencias a corto y largo plazo (desde el tratado de Versalles a la Segunda Guerra Mundial). Lo destaco porque tuvo la virtud de hacerme dudar de ciertas ideas firmemente arraigadas. Por ejemplo, las carnicerías en que acabaron sistemáticamente los intentos por romper los frentes estáticos en Bélgica y Francia, no habrían sido la muestra de estupidez, irresponsabilidad e insensibilidad de los altos mandos que siempre hemos creído. No existía alternativa realista (permanecer con los brazos cruzados o firmar la paz nunca lo fue) a aquellas batallas de altísimo  coste humano y escasa o nula ganancia estratégica (Somme, Passchendale, Ypres...). Hasta los momentos postreros de la guerra no se dispuso en masa de los medios técnicos (tanques) que permitieran superar las formidables murallas de alambre de espino, ametralladoras y artillería pesada. Incluso entonces, el resultado lo decidió más que nada la superioridad numérica (humana y material); ni siquiera el empleo de tácticas de combate más refinadas por parte alemana durante las ofensivas de la primavera y el verano de 1918 (Kaiserchlacht) garantizaban la victoria.

Los miles de kilómetros de trincheras (como las suicidas cargas a la bayoneta) es la imagen que primero acude a nuestra mente cuando hablamos de la Gran Guerra. Caracterizó los enfrentamientos en el Frente Occidental durante la mayor parte de la contienda (del estancamiento de 1915 a las ofensivas de 1918), lo que explica su presencia insistente en los recuerdos de los supervivientes. Confieso que de este particular sé aún menos que de la historia académica referida al periodo. En su momento leí Sin novedad en el frente (1929). No es un verdadero relato autobiográfico, ya que la experiencia bélica de Erich Marie Remarque se limitó a unas pocas semanas durante el último año de guerra. Sin embargo, es el alegato antibelicista por excelencia, que a Remarque le reportó fama... y la persecución nazi. Llegué a esta novela después de haber leído las del controvertido Sven Hassel, ambientadas en la Segunda Guerra Mundial, una copia más aventurera de Remarque; en una de ellas (¡Liquidad París!), el autor afirma que Sin novedad en el frente tuvo un efecto inesperado en la juventud alemana de la posguerra: desechó el mensaje antibelicista y se quedó con el espíritu de camaradería de los combatientes. También leí El regreso (traducida a veces como Después o, más apropiadamente, El camino de vuelta, 1931), que se centra en los soldados que vuelven al hogar tras el  armisticio e intentan reintegrarse en la vida civil; un poco más de lo mismo, pero sin el interés de la primera.

Ernst Jünger sí fue un auténtico superviviente: se alistó voluntario el 1 de julio de 1914, le hirieron catorce veces y se distinguió por su arrojo y valentía, siendo condecorado. Durante la guerra escribió un diario que le sirvió para publicar Tempestades de acero en 1920. Tiene un objetivo distinto a la novela de Remarque. Jünger era un nacionalista alemán que, si bien no hizo migas con el régimen nazi, contribuyó a enaltecer la guerra como escuela del valor y forjadora de hombres. Declino pronunciarme rotundamente hasta que retome la lectura que dejé a medias hará dos años. Caso distinto son las memorias de Blaise Cendrars, un soldado del bando francés. Mi padre trajo a casa una de sus novelas, prestada o regalada, allá por 1984, y la leí de un tirón. Cendrars, escritor suizo de lengua francesa, se enroló en el Ejército galo al estallar la guerra, combatiendo en las filas de la Legión Extranjera. El título hace alusión al brazo derecho que perdió en 1916, circunstancia sobre la que (supongo) se permite una cruda licencia poética en el capítulo «El lis rojo». Lo escribió conmovido por la muerte, en noviembre de 1945, de su hijo Rémy, piloto de aviación. La mano cortada es un fresco de personajes y de situaciones habituales en este subgénero literario, pero sin grandilocuencias antibelicistas; hay sitio para el drama y el horror, también para lo grotesco y la ternura. En algún lugar leí que Cendrars transmitía en sus escritos amor hacia el prójimo; no del incondicional (imposible teniendo enfrente a un enemigo que desencadenó una guerra de agresión europea por dos veces consecutivas), pero sí el que le inspiraba el puñado de buenos hombres con los que convivió aquellos años. Por otra parte, nunca sabes cuánto hay de realidad y cuánto de ficción en relatos así.

Te preguntarás lo mismo mientras sigues las aventuras de El buen soldado Švejk, la serie (incompleta) de novelas satíricas que escribió el checo Jaroslav Hašek en la entreguerra. El protagonista es un individuo que oscila entre la simpleza, la estupidez surrealista y la sabiduría del que se hace el tonto para sobrevivir. Nunca llega a incorporarse plenamente a la batalla, pero en el trayecto no deja títere con cabeza en la escala de mando. Hašek también se alistó voluntario, en el Ejército austro-húngaro, pero se pasó al bando ruso después de que fuera hecho prisionero. Regresó a Praga en 1920 e intervino en política movido por ideales comunistas y nacionalistas. De ahí que escribiera en checo y se inventara a Josef Švejk, un miembro del pueblo, un pícaro charlatán, sin motivación para la guerra, cuya sola presencia provoca un cúmulo de despropósitos que pone en evidencia a sus superiores. El antibelicismo disfrazado de comicidad.

Habrás caído en la cuenta de que mi listado de lecturas sobre el tema no es largo ni variado. Casi peor si nos trasladamos al cine. Y eso que el conflicto generó imágenes en abundancia, como demuestra la miniserie francesa Apocalipsis: la Primera Guerra Mundial. Si nos centramos en el cine de ficción, ya en los años 20 y 30 se rodaron algunos de los clásicos del género, con la vista puesta en el recuerdo de la tragedia vivida (El gran desfile, King Vidor, 1925; Sin novedad en el frente, Lewis Milestone, 1930) o en la amenaza que se cernía en el horizonte (La gran ilusión, Jean Renoir, 1937). (Un inciso: Jospeh Roth, novelista y periodista austriaco, rechazaba las películas bélicas porque eran incapaces de transmitir «la espantosa realidad vivida», tal y como explica en su artículo «¡Basta ya de película bélicas!» recogido en De cine, recopilación de reseñas cinematográficas para la prensa alemana durante el periodo 1919-1931. El espanto no lo debió de conocer en primera persona, porque el autor de La marcha Radetzky aparentemente fue periodista o censor del Ejército austro-húngaro, no combatiente en primera línea.) Conozco algo mejor la producción moderna, esto es, de Senderos de gloria (1957) en adelante. El largometraje de Stanley Kubrick soporta bien el paso del tiempo, y su mensaje antimilitarista no necesita de vísceras y sangre a mansalva para hacerse entender. No importa si «los malos» aparecen estereotipados, la causa lo justifica.


En la línea crítica también se mueve Capitán Conan, una de las dos incursiones de Bertrand Tavernier en la Gran Guerra (la otra es La vida y nada más). Eso sí, la historia contiene bastante más acción, esta vez ambientada en los confusos momentos que siguieron al cese oficial de los combates, cuando un contingente francés que ha estado luchado contra búlgaros, alemanes y austro-húngaros en los Balcanes, es trasladado a Rumanía, donde acabará enfrentándose a sus antiguos aliados rusos (ahora enemigos bolcheviques). Todo lo que se nos cuenta está impregnado de un halo de insensatez, de inutilidad (excepto la mera supervivencia), de la triste convicción de que hay un doble rasero para juzgar a los hombres en la guerra y en la paz.


Feliz Navidad (Christian Carion, 2005) se inspira en un episodio real aún debatido: la confraternización entre alemanes e ingleses, en determinados sectores del frente occidental, durante la primera Nochebuena de la Gran Guerra. Francamente, me interesó más lo singular del hecho (nunca se repetiría, ni en esta contienda ni en la siguiente, como fugaz espejismo de un tiempo más «caballeroso») que la película, preñada de buenas intenciones y nominada a los Oscar en la categoría de mejor cinta extranjera, pero de ejecución rutinaria. Casi prefiero el videoclip del Pipes of Peace de Paul McCartney, que se le adelantó en doce años.


Naturalmente, el cine que se ha ocupado de la Primera Guerra Mundial no siempre tiene un afán de denuncia. (Imposible no mencionar también, al menos, la adaptación que Dalton Trumbo hizo en 1971 de su propia novela Johnny cogió su fusil.) El Lawrence de Arabia de David Lean (1962), con su largo metraje, su gran despliegue de medios, su extraordinaria fotografía y su inolvidable banda sonora, es un brillante filme de aventuras y el retrato de un personaje magnificado por la leyenda. El biopic de Manfred Von Richthofen, el as de la aviación imperial alemana, que brinda Roger Corman en El barón rojo (1971), ante todo es una lograda recreación de aquellos primeros combates aéreos de la Historia (seguramente, la mejor desde Alas de William A. Wellman, 1927). Gallipoli (Peter Weir, 1981) creo haberla visto completa una vez en video, y a cachos sueltos por la televisión, sin que me impresionara demasiado, por más que que la campaña de los Dardanelos sea la (desastrosa) epopeya australiana de la Gran Guerra.


Cierro este repaso particular con un ejemplo de drama romántico ambientado en la contienda: Largo domingo de noviazgo (2004), segunda y última colaboración (hasta la fecha) entre Jean-Pierre Jeunet y Audrey Tautou. Sí, hay gente a la que ninguno de los dos por separado, cuanto más juntos, le gusta un comino, y a la que esta película, en concreto, le resulta el colmo de la cursilería y la pedantería. Yo solo diré que me pareció una bonita historia de amor, perseverancia y fe. Tres facultades imprescindibles para poder reconciliarse con el ser humano tras el dolor y el sufrimiento de aquella Primera Guerra Mundial.


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